Por: Mario de Agüero Villacorta
Era de noche y bebíamos cerveza y vino en un agradable bar situado a un costado de un muelle. Recuerdo esa noche como un momento de serenidad, promovida en parte por la ligera embriaguez brindada por el consumo de esas deliciosas y antiquísimas bebidas. En la oscuridad de la noche, interrumpida por la tenue luz que salía por las ventanas del bar, el agua del mar golpeteaba con cierto ritmo en las paredes del pequeño muelle, fomentando esa paz que suele dar el escuchar el movimiento del agua.
No sé si esa sensación de calma tenía que ver solo con el hecho de estar frente al mar, pues para uno que no vive en la costa, el mar es sinónimo de vacaciones. Sin embargo, la conciencia de estar en uno de los límites entre los elementos tierra y agua, el desgaste físico provocado por el intenso pedaleo de dos semanas de viaje, y el cansancio emocional desencadenado por la intensa convivencia, daba la sensación del fin de alguna etapa, una pausa a esas dos bucólicas semanas en la provincia francesa e italiana.
Estábamos en Chioggia, una ciudad situada en una pequeña isla a un costado del mar Adriático, en la entrada sur de la Laguna de Venecia, a unos 25 km al sur de la homónima ciudad. Tiene aproximadamente 50,000 habitantes y a veces la llaman “la pequeña Venecia”. De manera similar a la icónica ciudad, Chioggia es atravesada por diversos canales y se compone de estrechas calles y callejones, y por lo mismo es raro ver automóviles dentro de ésta.
Dos días antes de llegar a Chioggia, amanecimos en Ferrara. Habíamos instalado nuestro campamento en una especie de parque lineal contiguo a la antigua muralla que todavía rodea esta bella ciudad. Lo habíamos puesto ahí porque la lluvia y la noche habían interferido en nuestros planes para poder salir de la ciudad.
Al despertar y salir de las mojadas tiendas de campaña, mientras algunos de nosotros terminábamos de desayunar y otros de lavarse los dientes, todos los corredores matutinos nos miraban con extrañeza, a excepción de una señora de avanzada edad. Esta peculiar mujer se acercó a nosotros para felicitarnos, nos dijo que ya era muy raro que la gente se animara a vivir el tipo de aventuras que nosotros estábamos viviendo. Me pareció muy halagador recibir estos comentarios, sobre todo porque a veces uno tiene prejuicios sobre la ideología tradicional o conservadora de las personas mayores.
Levantamos el campamento y llevamos las bicis de Kei y Daniel a un taller mecánico especializado en bicis. Era un taller muy desorganizado y viejo lleno de bicis viejas y piezas regadas por todos lados. Me llamó la atención que en lo alto de un muro el mecánico tenía colgada una vieja bici de ruta marca Benotto.
Las bicicletas de ellos dos tenían algunos problemas mecánicos. La de Kei era una Trek color blanquiazul de crosscountry con suspensión delantera. Le había instalado una parrilla en la parte posterior para colgar dos alforjas, tienda de campaña y algunos cuantos utensilios de cocina. El eje del pedalier de su bici estaba dando problemas y debía cambiarse por uno nuevo.
La bici de Daniel también estaba teniendo problemas mecánicos, no recuerdo en ese momento qué era exactamente, porque su bici dio problemas casi todo el viaje, pero necesitaba una soldadura. Era una bici de ruta holandesa muy bonita, de una marca antigua llamada Fongers. En realidad, esa bici era de Kei, y se la prestó a Daniel para el viaje, el problema es que esa bici había estado arrumbada en la casa de Kei por un periodo más o menos largo y Daniel no le dio el mantenimiento adecuado antes de empezar el viaje.El mecánico hizo las reparaciones y partimos.
Como habíamos sufrido el retraso por las fallas mecánicas decidimos tomar un tren para llegar a Chioggia. Llegamos a la ciudad en un pequeñito tren de un solo vagón impulsado por un motor diésel. Faltaban todavía unas horas para que oscureciera, por eso preferimos primero encontrar algo para comer y luego un lugar para dormir. La ciudad contaba con una especie de plaza muy larga que llevaba hasta el puerto. Del lado izquierdo había puros bares y del lado derecho había unas mesas largas donde servían mariscos y pescado.
Las indicaciones en ese momento eran confusas y la ciclovía era intermitente. Recorrimos un tramo de zona urbana y luego nos adentramos en el campo. El paisaje era muy diferente a lo que vimos en Francia. Era bello pero monótono; parecía una casi infinita superficie verde de sembradíos y una que otra vez se podía vislumbrar el río Po a lo lejos. Gracias a que el camino siempre iba a unos cuatro metros elevado sobre el nivel del campo, nos permitía tener una buena vista del entorno.
Después de unas horas de rodar por la zigzagueante vía y con esa gran alfombra verde de fondo, llegamos a un pequeño poblado en donde había un mercado sobre ruedas instalado. Nos llamó la atención un puesto de quesos y embutidos. En los puestos de al lado compramos frutas, verduras y pan; en un supermercado cercano, vino y jugo; y quesos y embutidos en ese fantástico puesto. Localizamos un pequeño parque con una mesa armando un fabuloso pic-nic.
Fue duro volver a tomar el camino después de tan buen festín pero era necesario continuar. Pasamos a un café a recargar agua, nos bebimos un espresso y retomamos el camino. Eran las 6 de la tarde con casi 70 km recorridos y seguíamos pedaleando. Ya estábamos cansados por lo que empezamos a buscar un lugar para instalar las tiendas de campaña. A las laderas del río Po, cerca del poblado de San Daniele Po, encontramos un lugar adecuado, nos instalamos al lado de una casa rodante tripulada por unos franceses que en ese momento estaban jugando petanca.
Las largas mesas estaban vacías, los bares llenos. Había uno en particular abarrotado de gente mayor. Según nosotros, esto era signo de la buena calidad del lugar. Los años de experiencia de esas personas tendría que haber sido un buen indicador. Sin embargo, malentendimos todo. Mientras nos servían pizza y lasaña de microondas, comprendíamos por qué en realidad ninguno de los ancianos comía. Ellos solo bebían spritz, un clásico coctel italiano muy típico de esa zona del Veneto. Unos minutos después, las mesas largas se empezaban llenar con gente feliz que comía unos exquisitos mariscos. Para no quedarnos con las ganas nos pasamos a las mesas y así poder degustar algunos de esos frutti di mare.
Más que satisfechos salimos a buscar un lugar para dormir. Conseguimos un camping de paga alejado del centro de la ciudad. Tenía una feria y bares temáticos de piratas y de ambiente tropical. Además, el camping era cede de un concurso de belleza infantil, un ambiente en general muy sui generis. A la mañana siguiente fuimos a la playa, estaba abarrotada como Acapulco en Semana Santa, allí encontramos un pequeño espacio entre el tumulto y nos asoleamos un momento para después partir hacia uno de los muelles de la ciudad.
Tomamos un ferry que nos desembarcó en la isla de Pellestrina. Junto con Lido, estas dos islas largas y angostas forman una barrera natural que separa la Laguna de Venecia del Mar Adriático. Cada una mide aproximadamente 12 km, ideal para recorrerlas en su totalidad en bici. Hacía mucho sol ese día y no había nubes o árboles que nos hicieran sombra. La isla apenas mostraba signos de vida, el mar estaba calmado, no había ruido. Tanta tranquilidad hacía muy ameno el recorrido por la bella isla. Durante el trayecto, se nos cruzó una gelateria artigianale, pretexto perfecto para reposar y apaciguar el acaloramiento.
Mario de Agüero Villacorta
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